La Asamblea

Érase una vez en el mundo, una pandemia, capaz de dejar con temor y ansiedad a los humanos en sus casas.

Pero has de saber que el mundo entero no se detuvo, siguió girando, y más bien descansa de las máquinas, del humo que producen, de su ruido ensordecedor.

Ahora saben los humanos cuando acecha una amenaza, cosa que saben bien los bosques, los ríos, las montañas minadas, los peces y tantos seres más.

Hubo pues una asamblea con representantes de al menos cuatro reinos, para tratar lo que acontece.

Del reino de las plantas llegó la Jacaranda en plena primavera.

Del reino de los animales llegó el Quetzal, porque son muy pocos los que han escuchado su voz alguna vez.

De los insectos llegó oficiosa como siempre, una hormiga.

De los humanos, llegó pues, una niña.

 

Los vientos, los ríos, el fuego y la mismísima tierra guardaban silencio, eran las fuerzas de la vida, ahí humildes, querían escuchar a los presentes.

Ellos recordaban la última asamblea, que sucedió hace tantas lunas, tantos soles y tantas vidas, cuando el hijo de Adán reconciliaría consigo todas las cosas.

Bienvenidos- habló el tiempo, que moderaba la existencia-.

Seres que habitan esta casa.

Desde tiempos antiguos, hasta hoy que no nos vemos.

Aquí, su servidor, hablen pues.

Tomó el tiempo la Jacaranda, y comenzó:

Es bien sabido que muchas de nuestras comunidades han desaparecido desde que los humanos abandonaron nuestro cobijo. Ahora no somos más que un recurso para sus grandes obras, ornamento, utensilios de sus casas y jardines.

Aun así, nosotros seguimos el ejemplo de los grandes robles, las más antiguas ceibas, lo encomendado por orden del cielo, y aquí me ven, en primavera.

Si pasaran ahora mismo por el mundo de los humanos, en cada grieta habrá una planta, algún retoño donde el sol logra tocar con sus dedos la tierra, y donde el agua se filtra para despertar la vida que duerme bajo las construcciones.

Contra toda esperanza encontramos formas de comunicarnos. En las lunas más tristes lloramos la muerte de tantos portadores de la memoria y saber ancestral, guardamos luto por las incalculables extensiones de vida que perdimos.

Lloren pues, con nosotras, nuestro dolor.

Todos guardaron silencio, el viento acarició las ramas de la jacaranda, los presentes entendían muy bien, todos habían presenciado talas enormes, incendios, vieron desaparecer bosques completos, así palparon en sus palabras su propio dolor.

 

Extendió las alas el Quetzal y se situó en el centro.

Tengo un corazón conmovido, comenzó. Los de mi especie, mis hermanos y hermanas vertebrados, hemos sufrido el abuso de poder de los humanos. Represento a las familias en peligro de extinción.

Las grandes extensiones de vida eran también nuestro nido, nuestro sustento y nuestra vida.

Desde que los humanos se apartaron de la comunidad, no somos más que símbolos, en el mejor de los casos, y comida, en el peor.

Algo digno de exhibir y preservar, pero solo respetable a la medida de sus intereses. Tan absurdo es su respeto a la vida como plasmar mi imagen en la moneda con la que pagan la destrucción de nuestros hogares.

Los animales hemos sido ultrajados, abusados, nos arrebataron la vida para construir su propio mundo. Y ahí, en su mundo, somos producto de su mercado, algo que pueden manipular a su antojo, rompiendo leyes insondables de dignidad y respeto.

Este es el dolor que compartimos.

Esta vez, el silencio hizo un nudo en las voces de todos, y hasta los ríos querían llorar.

«¿Quién de ellos no había sido testigo de la industrialización de la muerte? Si hasta la tierra, los vientos, el agua y el fuego habían sido violados para cometer tales atrocidades.»

No era que la muerte no formara parte de la vida, y que no se sustentara un reino del otro, es que aquí se rompió algo hace mucho tiempo, «cavilaban las fuerzas.»

Despacio, la hormiga, con la devoción de un silencio como aquel, desató su propio nudo y comenzó:

Nosotros somos demasiado pequeños en toda esta inmensidad. Quiso el Creador, encomendar grandes tareas en cuerpos pequeños.

Lo que somos gira en torno a la vida, incluso nuestra muerte. Guardamos el equilibrio de los ecosistemas y hemos cumplido hasta el final de nuestros días.

Sí, porque este es el final de nuestros días, aunque no puedan notarlo. Fuimos las plagas en los cultivos de los humanos que alteran el equilibrio, y en vez de retroceder ante las advertencias, crearon armas letales contra nosotros, exterminándonos masivamente.

Ahora sus cultivos crecen en tamaños exorbitantes, tanto como el daño que provocan. Nunca antes el mundo estuvo tan desequilibrado como ahora, y en tanto peligro.

Perdimos fuerza y morimos, estamos muriendo, no podemos con sus máquinas, con su ciencia, y especialmente con su ambición, es demasiado grande como para valorar lo insignificante. Olvidaron que en la lógica divina lo insignificante sostiene al mundo, incluso el suyo.

Todos los presentes, conmovidos, se miraban unos a otros, abrazaron cada palabra.

«Sí, a mí también me conmovió. Es que tal vez vos no lo hayas vivido porque sos muy joven, pero cuando tus papás eran niños, la comunidad de los insectos era tan visible que al terminar la lluvia se formaban enjambres de mosquitos, que al andar en bici o corriendo, inesperadamente los niños se cruzaban con alguno.  Pasaba que se tragaban algún mosquito, o les quedara uno en la pupila de los ojos. Eran tantos y en todas partes que, en el parabrisas de los carros aparecían al final de un viaje los insectos que chocaban con el vidrio.

La niña recordaba estas historias de su tía, ella también le había hablado de la revolución verde, la masiva extinción de los insectos y el daño que se estaba causando a la Pachamama.»

-Comprendiendo su momento, la niña encaminó sus pasos al centro. Su traje, de tiempos tan antiguos, tenía los colores de un atardecer y las estrellas del cielo en las noches más oscuras-.

Me duele su dolor, y tengo miedo de crecer, -comenzó, en el idioma de la tierra que aprendió de sus ancestros-.

La tierra le sonrió.

Solo de pensar que podría herirte Jacaranda, o a uno de los tuyos.

Cuando te escuché, Quetzal, pensé en las aves que me despiertan en las mañanas cuando llegan a mi casa. Solo te había visto en fotos y billetes.

Te he visto trabajar incansable pequeña hormiga. Te he seguido llevando hojas más grandes que tú, tallos y comida.

Cuanto lo siento, hermanos y hermanas. Las niñas y los niños les pedimos perdón. Les pedimos perdón también a ustedes los vientos, los ríos, los fuegos, y a ti, Pachamama.

Una vez, una amiga me dijo: me gusta mucho el amanecer, sabes, cuando sea grande quiero ser un amanecer. Esa vez pensé que yo también quiero ser un amanecer, como ella, como las personas que todos los días hacen brillar los ojos para ver claramente aquello que de verdad importa.

Como los abuelos y abuelas, como los hijos y las hijas de la tierra que nunca dejaron de abrigarse en el cobijo de la tierra, los que comprueban en cada cosecha el milagro de la vida, los que nunca dejaron de escuchar y sentir como hermanos y hermanas a todos los seres y todas las plantas.

Los que todavía reconocen el vínculo sagrado entre todas las cosas, los que todavía se estremecen ante el misterio de tomar en sus manos la vida de un animal que entrega su cuerpo para que los seres en su entorno vivan.

Los que se entregan a sí mismos en la resistencia por la vida.

Allá donde vengo, en mi pequeño pueblo, como en muchos pueblos en el mundo, hay mujeres y hombres que defienden con sus vidas los ríos, los bosques, la tierra. Hay poetas y cantantes que en sus letras alzan sus voces, las voces de ustedes, en los idiomas de la tierra. Los escuchamos y nos conmueven. Quiero ser un amanecer así.

En este momento, el mundo de los humanos, mi mundo, está sufriendo. Una enfermedad debilita nuestros cuerpos desde la respiración, ¿se imaginan?

No sé cuántos, y cómo han sido los sufrimientos que hemos provocado los humanos, pero hoy nuestro propio aliento se contamina de tal manera que debemos cubrirnos las sonrisas, debemos evitar abrazarnos y estrecharnos las manos. Estamos perdiendo a nuestros abuelos y abuelas, estamos aislados y tenemos miedo.

Los abrazo y comparto con ustedes, que han sufrido tanto, nuestro dolor.

Esta vez, hasta el silencio quiso hablar,

Pequeña, estoy aquí para serviros, acompaño su dolor.

El tiempo continuó, también sigo aquí, ahora más suyo que siempre.

El agua dijo, saben que seguiré fluyendo regalando vida por donde quiera que pase, seré de ustedes, y habito en todos los seres como siempre.

Nosotros cantaremos en las noches más oscuras, y traeremos con nosotros nuevos vientos, recordando la esperanza, habló el viento.

Cuenten con nuestro brillo y nuestro calor para lo que necesiten, alumbraremos sus rostros, y también su corazón, dijo el fuego.

Nosotros les regalaremos flores, y frutos para el sustento, dijo la jacaranda extendiendo su alfombra de flores.

Mírennos a los ojos y seremos más que sustento, cantarán más fuerte las aves, escúchenlas, somos porque son y ustedes son porque somos, dijo el Quetzal en un canto profundo.

Si observan atentamente los detalles, y si en la tragedia aprenden a ver lo insignificante, encontrarán que seguimos aquí, cuidando con todo lo que somos el equilibrio que necesita la vida.

La tierra, que hasta entonces guardaba silencio escuchándolo todo, recordó como si fuera ayer el canto del Creador y Formador que la llamó a la existencia, sintió el escalofrío de aquella vez cuando su voz separaba las aguas de las aguas estableciendo los límites que ahora separan los cielos, las aguas y la tierra. Vio emerger la vida de las aguas, recordó cuando su vientre fue cargado de cada elemento que permitiría la vida desde lo más profundo de sus entrañas hasta su piel. Guardaba la memoria de todos tiempos en cada montaña, en cada grieta, en las venas donde pasaban las aguas subterráneas y donde la lava se habría caminos que terminaban en volcanes. Reconocía la valentía de las plantas, los animales y los insectos, su abnegación, su resiliencia. Sabía de los humanos que la cuidaban, y del mal de aquellos que durante todas las generaciones de humanos se levantaron con sus propios dioses.

La vida es un suspiro -dijo-, somos polvo de estrellas, nada más eterno que el amor, y del amor un buen vivir… -luego de un silencio-, siempre suya -terminó-.

No sé si pueden imaginar una voz tan profunda, lo más similar es el sonido que surge de un terremoto.

La asamblea terminó con un silencio igual de profundo.

Quise contarte lo que ahí aconteció, fiel a cada palabra porque pienso que el mundo de los humanos debe saberlo todo, pero especialmente ustedes los niños y niñas, porque talvez los grandes no comprendan todas estas cosas como ustedes que todavía siguen el camino de una hormiga, que se sorprenden con la perfección de una hoja, que todavía escuchan los pájaros que llegan a su ventana.

Con amor, en nombre de la Jacaranda, del Quetzal, de la hormiga, de la niña, de los vientos, las aguas, los fuegos, de la Pachamama y del Creador y Formador.

En la Guatemala que, en el idioma de la tierra de los hijos e hijas que aquí resisten, le llaman, con devoción y respeto, Iximulew.

 

 

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